Hacia fines de los años cincuenta y en consonancia con el contexto mundial de la posguerra, se consolidó en Argentina una corriente artística que surgió en franco rechazo a la realidad contemporánea.
El fin de la Segunda Guerra Mundial llevó a profundos cambios que fueron mucho más allá de la redefinición del orden político y social. El impacto de lo sucedido en los campos de exterminio Nazi, así como las bombas en Hiroshima y Nagasaki que marcaron el fin de las hostilidades , condujeron a un replanteo acerca de los límites del progreso y las sociedades industrializadas que desde el siglo XVIII habían caracterizado a las sociedades modernas. Incluso, desde distintas áreas de las ciencias se formuló la pregunta por el futuro de la existencia del hombre. Entre las corrientes del pensamiento filosófico, el existencialismo fue la que resumió la sensación de incertidumbre y la angustia resultantes de aquellos acontecimientos y su impacto sobre la vida cotidiana.
Las imágenes tampoco fueron ajenas a estos cambios que se reflejaron en nuevas inquietudes estéticas. A través de la experimentación extrema con los materiales, la disolución de la forma o el rechazo a las normas tradicionales de belleza, se expandió la idea que hasta el momento se tenía del arte. Este arte nuevo tomaba distancia de la representación y de la “buena forma” del arte concreto, la armonía geométrica que lo antecedió. La búsqueda de una total libertad expresiva se mostró en la ruptura entre pintura y escultura, la incorporación de materiales de desecho y la destrucción de la figura. Una abstracción más básica e intuitiva, formas “a priori”, inmediatas, surgidas de la pura sensibilidad.
En la Argentina, la nueva estética (geometría lírica e informalismo después) nació en medio de una serie de transformaciones políticas marcadas por el derrocamiento del presidente Juan Domingo Perón y el comienzo del proyecto desarrollista desde 1958 bajo el gobierno de Arturo Frondizi.
El informalismo desafió las normas del buen gusto imperantes y culminó con la posibilidad de encontrar belleza en la destrucción. Sus propuestas radicales plantearon nuevos modos de mirar la pintura, dando el primer paso para una transformación cuyo impacto puede rastrearse hasta el presente.
La explosión de la forma propone un recorrido por un corto pero crucial período del arte argentino que sentó las bases para las experiencias radicales de los años sesenta.
La exposición se divide en cinco partes que muestran un cambio de rumbo estético que no fue solo formal sino que implicó un profundo replanteo en la concepción del arte.
Las renovadas propuestas de la abstracción que surgieron a principios de los años cincuenta funcionan como un preámbulo de los cambios de finales de la década. Abstracción lírica, cálida, la geometría libre, fueron algunos de las denominaciones de estas primeras tendencias que se apartaron del estricto orden racionalista de la geometría en busca de una mayor libertad expresiva.
A partir de 1956-1957, los artistas liberan las formas internándose en la “incertidumbre” de lo intuitivo. La espontaneidad del gesto, la ausencia de composición y el azar aparecieron como métodos válidos para la creación. Esta actitud se orientaba a entender a la pintura como una acción vital y una exploración profunda del ser. Un nuevo auge del surrealismo recuperaba al “automatismo”, la creatividad a partir del fluir del inconsciente, como un medio para hacer emerger “otras realidades”: la pura expresión, el sueño, lo feo y hasta lo abyecto. Como resultado de esta práctica los rayados espontáneos, chorreados, escrituras grabadas y tachaduras, reemplazan a las pinceladas y los pinceles. La velocidad en la ejecución del trazo expandía el centro de la composición y la paleta de colores se vio drásticamente reducida a tonos neutros: grises, ocres.
La exploración de la materia fue otra de las características de este arte nuevo. Del uso de materiales degradados surge lo informe como expresión del estado primitivo del ser, instancia “a priori” del conocimiento y la razón. El tratamiento muchas veces impulsivo y violento sobre la materia imprimió dramatismo a las obras. Las telas reflejaron las intensas sensaciones que se ponían en juego en el acto de pintar. También el uso del collage, de materiales no pictóricos, dieron a las texturas un rol central y priorizaron el sentido del tacto en franco desafío a la visión, sentido dominante de la plástica hasta entonces. El informalismo introdujo un replanteo de la pintura, con el monocromo, es decir con el uso de un solo color, al suprimir la ilusión espacial y reducir las posibilidades plásticas del color y de las dos dimensiones de la tela. En este proceso se insinúa el pasaje del cuadro -como una superficie plana donde se representa algún objeto- , al cuadro como objeto en sí mismo actuando sobre el espacio real.
El uso de materiales de descarte (chapas, maderas, trapos) apelaba a una Estética del desecho que rescató el valor sensible y existencial de estos residuos de la sociedad industrial. Con la inclusión de estos desechos, la obra se afianza como objeto, camino a independizarse del plano.
Si el arte implica siempre un proceso de transformación de la materia, la destrucción podía ser considerada una forma de creación. Estas reflexiones abrían la posibilidad para exhibir obras directamente vinculadas a la idea de violencia, un impulso genuino de las emociones humanas. El proyecto Arte Destructivo (Galería Lirolay, 1961) promovido por Kenneth Kemble junto a Enrique Barilari, Jorge López Anaya, Jorge Roiger, Antonio Seguí, Silvia Torras y Luis Wells, propuso invertir el proceso de creación exhibiendo la destrucción para producir el goce estético como un acto de liberación. Así, funcionó no solo como una arriesgada propuesta experimental sino como una respuesta al decorativismo en que el informalismo había caído al ponerse de moda a principios de los años sesenta.
Impulsados por inquietudes similares, ese mismo año Alberto Greco presentaba la serie de Las Monjas (hoy destruida) donde se valía de objetos de uso diario para realizar una intervención directa sobre la realidad. Por su parte, Rubén Santantonín presentaba sus “cosas” como entidades preformadas, atados de materia, anteriores a la existencia de los “objetos”. Un modo de expresar la energía vital desde lo que denominó su “devoción existencial”.
Así, con estas tendencias experimentales se había dado inicio a un proceso que, en los sesenta, llevaría a un grupo de artistas de vanguardia a repensar la relación del arte con la vida.
La explosión de la forma se detiene en las poéticas de ruptura que irrumpieron en la escena artística local entre fines de los años 50 y principios de los sesenta, desafiando las reglas del arte al tiempo que se rebelaban contra las formalidades de los cánones burgueses de la sociedad contemporánea.
Curaduría: Mariana Marchesi