Adriana Cimino Torres
Numerosas estrategias visuales entran en juego al conformarse una imagen. Recortar, seccionar, duplicar un fragmento, simplificar las líneas, los tonos o los contrastes, son todas operaciones compositivas comunes para la abstracción y la figuración. La serie Blanco y negro, que presenta Cimino Torres, parte de dichas estrategias pero el resultado las desenfoca en tanto metodología de composición, ya que lo que predomina es la sensación de algo terriblemente poderoso que impacta en nuestra retina. La profundidad de los negros y su extremo contraste con el blanco, recuerda a cuando miramos fijo al sol, nos enceguece y al cerrar los ojos vemos los tonos invertidos. Como una post imagen, un signo, que en sus líneas netas y aterciopeladas funciona como un mantra, como un instrumento mental para ver más allá de lo visible.
Inspirados en el paisaje, trabajados con el ojo de la cámara fotográfica y finalmente liberados a la sensualidad de la piedra litográfica, los Blanco y negro de Cimino Torres rinden homenaje a la escritura y al misterio de su significado.
Guillermo Mac Loughlin
Geometría sensible, fue el nombre que el crítico argentino Aldo Pellegrini le diera a una tendencia de comienzo de los años sesenta, donde la geometría salía del rigor adquirido en los años del Arte Concreto (1944-1952) y jugaba no solo con las formas ideales sino con las texturas, los colores matizados, las líneas trazadas a mano alzada. “Razón e intuición”, como pregonaba Joaquín Torres García desde los años treinta y hoy diríamos, razón y percepción.
Queda claro que esa geometría que, desde mediado de los setenta se constituyó en una nueva tradición latinoamericana, no provenía exclusivamente del mundo del plano, sino que se nutría de las atmósferas, los ambientes que el ojo ve cuando mira a su alrededor. Con óleos, pasteles o grafito, Mac Loughlin comenzó a practicar esa conjunción de precisión geométrica y sutil creación de mundos que son abstracción de lo que nos rodea. Porque el paisaje es una construcción del alma, el artista refleja al barrio de La Boca con la arrogancia metálica de sus puentes y la bruma lechosa de sus aguas urbanas.
Con la serigrafía como técnica que permite la mezcla, el collage, y una serie de variaciones casi infinitas partiendo de un patrón, Mac Loughlin juega a una combinatoria que se torna narrativa.